viernes, 22 de noviembre de 2013

Detrás de la puerta

La noche había caído. La ciudad era una sombra en sí misma. Las pocas farolas de luz tenue iluminaban vagamente el camino de la gentuza, de los necios y los desafortunados del destino. Una joven pareja de enamorados caminaba de forma preocupada y veloz por las oscuras calles de la ciudad. El joven de construcción fuerte, pelo negro caracoleado y ojos castaños, observaba, con el brazo echado por encima de los hombros de su compañera, cuanto le rodeaba con recelo y nerviosismo. La joven, de estatura pequeña, delgada, pelo rubio a lo africano y bellos ojos verdes, dirigía los pasos de ambos sin levantar la vista de la gris y adoquinada acera.
Una serie de enloquecidos  inclasificables gritos parecían venir de no muy lejos, asustados, apresuraron el paso, cuando al fin la pareja se detuvo frente al portal de un inmueble del casco antiguo de la ciudad. Ella abrió su diminuto bolso, el cual llevaba estratégicamente escondido bajo su chaqueta de cuero negro, y sacó nerviosamente las llaves, que tintineantes sonaron en la noche produciendo una llamada inesperada, que viajó inexorablemente empujada por un pernicioso viento que se había levantado de improvisto, dándose cuenta del movimiento la gentuza que andaba por el lugar.
¡ Rápido ! le apuro el muchacho a la chica, la cual del mismo estado de nervios no acertaba a introducir la llave correcta en la cerradura de la puerta, mientras miraba preocupadamente a derecha e izquierda.
¡ Vamos, por favor, se están acercando dos personas de vestimenta desaliñada y parecen no traer muy buenos propósitos !
Volvió a decir instantes antes de que la puerta se abriera definitivamente por ella.
Él entró tras ella rápidamente, y esta se volvió y besó ligeramente de forma cálida y tierna los labios del joven. Luego, él se giró y cerro la puerta, aislándose así de la calle. Una calle triste, estrecha, oscura y peligrosa quedaba atrás.
Subían las escaleras de mármol rosado, el único ruido que se podía sentir en aquellos momentos, eran los puntiagudos tacones que ella llevaba puesto. Una paz inexplicable les embargo sus cuerpos, habían llegado a casa.
Aquella noche después del susto que habían pasado, comenzaron a disfrutar el uno del otro, en su sencillo pero coqueto hogar. Llegaron a hacer y deshacer, comer y comerse, beber y beberse mientras la ciudad, ahí fuera moría lentamente.

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