miércoles, 25 de noviembre de 2015

El reloj de la vida

Siempre he tenido curiosidad con el transcurso del tiempo. Cuando era niño, mi padre tenía un reloj de esos llamados de cuco, que sonaba casi cuando le daba la gana. Yo jugaba a acertar el momento preciso sin mirar las agujas, en el que iba a dar las campanadas. Eso me hizo desarrollar un sentido exagerado de la duración de las cosas.
Cuando aveces me despierto por las noches, hago aveces el mismo ejercicio de adivinar la hora. Y casi siempre me aproximo por pocos minutos.
Suelo escuchar desde la cama el sonido rítmico del mapa mundial hecho reloj de la sala de estudio y ello me hace pensar en la eternidad del tiempo. He leído hace poco que la constelación del anillo está a 2500 años luz. Eso significa que puedo ver una imagen de como era el universo antes del nacimiento de Jesucristo.
Pero esa distancia y ese tiempo no son nada en relación a la inmensidad del espacio. No suponen ni una gota de agua en el océano. El transcurso de una vida humana es menos que un fragmento infinitesimal, es sencillamente nada.
Soy consciente de esta verdad elemental, pero tiendo a vivir como si las horas fueran inagotables. Creo que eso también le sucede a muchas personas porque existe una separación entre el tiempo como reloj universal y el sentimiento de duración de nuestra existencia, que es puramente subjetivo.
Los seres humanos vemos el tiempo condensado en un instante, el aquí y el ahora, desde percibimos toda nuestra historia. Pero justo cuando empezamos a ser conscientes, en ese momento ya ha pasado y estamos en el futuro.
Escribir estas líneas sobre el tiempo me produce impotencia porque tengo la impresión de que hay un abismo infranqueable entre las palabras y lo que quiero decir, que es una especie de misterio difícil de resolver.
Ni siquiera es seguro que exista el tiempo. El obispo Berkeley creía que era una cosa tan perfecta que solamente existía en la imaginación, algo que se aproxima a la teoría de la relatividad de Einstein. Es difícil no pensar en este enigma.
Estamos atrapados en una red de instantes como alguien que se ha perdido en un laberinto y no encuentra la salida.

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